Congrains no hizo con sus cuentos lo mismo que con sus novelas, que después de estar callado literariamente durante décadas publicó dos más, y bien abundosas, pocos años antes de morir. Por fuera de "Domingo en jaula de estera", un texto que no pertenece a estos volúmenes sino que suele publicarse en antologías, no hay nada.
¿Verdad que Lima, hora cero tiene un título fascinante? El libro es cortito, 120 páginas en mi edición peruana de Populibros de vaya a saber qué año. Son cuatro cuentos, relatos o novelitas: "Lima, hora cero"; "Los Palomino"; "El niño de junto al cielo" (en miles de antologías aparece este cuento, es un predilecto de los docentes de Literatura en el Perú) y "Cuatro pisos, mil esperanzas".
Yo creo que a la hora de elegir un final tremebundo (si dejamos de lado el gore, que es intemporal e insensible, algo así como una versión cutre del arte por el arte que hunde sus raíces en la noche de los tiempos), los autores tienen dos tipos posibles de ellos: los que castigan la rebeldía del protagonista o los que denuncian (rechazan, se repugnan de ella...) la sociedad que acaba de ser representada. Nada tiene por qué ser explícito ni consciente. Ni tan siquiera eficiente, porque perfectamente se quiere hacer una cosa y se acaba haciendo la contraria (si no me creen, pregúntenle a Eco). Pero las opciones no me parece que sean más que éstas.
Los cuentos de Congrains están plagados de finales más y menos tremebundos. Sus protagonistas son rebeldes todo lo que les da el cuero, y no suelen salirse con la suya. Congrains, qué duda cabe, está de parte de sus protagonistas, desheredados de las miles de tierras que rodean Lima y que han ido a parar allí para ser bien masticados.
¿Qué problema hay en que un escritor esté de parte de sus personajes? Y sí, por momentos lo de Congrains es excesivo, a veces se pone un poco maniqueo o sensiblero. Pero también es cierto que por todos lados uno se encuentra pasajes que te dejan con esa sensación de que acaban de contarte algo que es una verdad como una casa. Por no hablar de su envidiable talento para crear personajes femeninos:
—¿Qué harías si necesitas tres mil soles, si los necesitas urgentemente; qué harías para conseguirlos, Rosa? —preguntó el doctor mientras se abrochaba la camisa.
La muchacha seguía desnuda en la cama, y parecía semidormida.
—¿Qué?
—Te digo que si estuvieras en el caso de conseguir tres mil soles, tres mil soles para operarte urgentemente, ¿qué harías?
—Ah... francamente, no sé. Nunca he imaginado que pueda llegar, para mí, ese caso. ¿No tienes sueño? ¡Ah, qué rico sueño, qué ganas de dormir tengo!
Bostezó, abriendo sin medida la boca y se desperezó.
—Ahora, después, sí me da vergüenza que me veas desnuda... ¿por qué será, no?
—Tápate, entonces —aconsejó.
Intentó hacerlo, pero inmediatamente tornó a descubrirse.
—¡Qué ridículo! ¡Ni que nos hubiéramos acabado de conocer! —volvió a bostezar y se sentó sobre la cama. Examinó sus senos y luego dijo:
—Me gustaría esconderme en tu casa y oír lo que conversas con tu mujer.
—Sería interesante... —repuso el doctor mientras terminaba de vestirse.
No sé otros, pero a mí ese "bostezó, abriendo sin medida la boca" me da bastante envidia. Y hallazgos así hay muchos.
Comprado en Mercado Libre (Perú). |
Las largas largas del capataz del aserradero lo depositaron a unos centímetros de ella, y ella no supo más que cobijar su mirada en la arena y pedirle a la selva que Ramón, muy pronto, prontito, llegara pronto...
—¡Mi pantalón! —gritó él, así de súbito.
Se iban las dos largas largas piernas de tela; ella las había olvidado y el río río, en vez de traer la sonrisa y los dientes, se llevaba el pantalón...
Elena dio dos saltos y se hundió en las aguas. Él no hacía nada, observaba no más, y tal vez pensaba, tal vez. El pantalón estaba muy lejos, ya. Elena, tambaleante, desilusionada, comenzó a volver a la orilla: el fustán empapado y la carne carne carne, clara tierna, dibujada, tentadora, así de tentadora...
De las páginas 312 y 313 de Mucha suerte con harto palo , de CiroAlegría (Buenos Aires: Losada, 1976). |
Kikuyo en un pueblo de Ayacucho |
El kikuyo es una mala hierba, algo que parece inventado por el mismo diablo para joder a quienes tienen la poca fortuna de que aparezca en sus campos. Para mis ojos de turista gringo, el kikuyo aparece realmente bonito sobre las laderas de los cerros escalonados de los andes peruanos, porque lo cubre todo de verde, pero los que tienen que luchar contra él y su medio metro de raíces, su capacidad de aguantarlo todo, los herbicidas que ella misma produce para joder al resto de plantas que puedan competir por el suelo, el agua, el sol... Los animales no lo prefieren, pero pueden comerlo. Lo cual es un algo que es algo. Ya si lo que se quiere es erradicarlo para poder sembrar choclos o alfalfa, es otro cantar, un trabajo bien duro.
Es a partir de estas características que Congrains escribe el cuento homónimo. Los pobladores de un pueblo de la sierra descubren, como quien ve caer sobre su cabeza una plaga bíblica, que hay kikuyo en el campo de uno de ellos, y el drama humano comienza. Y acaba en un final que si fuera el del primer capítulo de una novela uno podría decir "bien, a ver qué sigue", pero no es el caso.
¿Es un spoiler imperdonable revelar que, al final, cuando ya todos creen haber erradicado el kikuyo mediante un método radical y que ha destrozado las relaciones entre los vecinos, pues que aparece kikuyo en otro campo? ¿Verdad que no? Imperdonable es que Congrains se haya permitido ese final, en todo caso, y eso que sólo tenía veintipoquitos años cuando lo escribió.
Pero en fin, si uno lee a Congrains tiene que saber que es posible que aquí y allá se encuentre con ese tipo de cosas, y que hay que apechugar. Lo que sí lo ha escrito bien justifica las pifias.
¡Me encantó!
ResponderEliminar¡Ya somos dos! :)
Eliminarya somos 3 ;)
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