Me lo regalaron. |
Ni muerto ni vivo, ¿castigado?
«El castigo» (37-52) es uno de los cuentos que
integran la antología de Pedro Lipcovich Unas
polillas, ganadora del Premio Fondo Nacional
de las Artes y del Premio Internacional del Cuento «Juan Rulfo».
El protagonista, Diego, llega un día de la escuela para
comprobar que sus padres y hermana han comenzado a actuar como si él
no existiera (39): «Un mediodía, cuando Diego volvió de la
escuela, sus padres no se dieron por enterados de su presencia. Él
comprendió que ya estaba siendo castigado».
Este «castigo» se prolonga desde este momento de
infancia hasta más allá de la muerte de sus padres, que incluso
agonizando tienen fuerzas para mantener la punición contra su hijo.
Y se extenderá en el tiempo hasta superar la definitiva orfandad del
protagonista, quien sólo puede gozar la vuelta a la existencia
social durante unos instantes, ante una desconocida que lo trata
normalmente hasta que otra persona le informa del «castigo» que
Diego debe cumplir.
Diego tiene un temprano arrebato de rebeldía contra el
«castigo»: golpea la mesa durante la cena. La hermana no puede
evitar dirigirle la mirada, por lo que el padre la toma del brazo y
la abofetea (39). Se celebra un funeral sin cuerpo presente después
de que, con la complicidad del comisario, se descubre
que Diego se ha ahogado y su cuerpo tragado por las aguas de un río
(30-40). Diego se comporta como si fuera un fantasma, presenciando
conflictos familiares y el paulatino declive físico de sus padres.
Cuando cree haberse liberado del «castigo» y sale a la calle, se le
ocurre inscribirse en la escuela para acabar su formación. Una
empleada lo atiende amablemente hasta que otra la alerta, hablándole
al oído. El «castigo», pues, continúa vigente.
En los subterráneos de la evidente alegoría sobre la
represión social y paternal que el relato construye, además del
influjo de Cortázar que se traduce en algunas intertextualidades más
o menos evidentes y, quizás, también el de Quiroga, subyace otra
cuyas claves sólo son desentrañables al lector informado de la
historia argentina contemporánea, concretamente de la dictadura
cívico-militar-eclesiástica autodenominada «Proceso de
Reorganización Nacional», así como de algunos de sus más
conspicuos discursos, los que aún resuenan en la memoria colectiva
argentina.
Piglia (2004) afirma que los cuentos siempre cuentan dos
historias. «Unas polillas», si cuenta dos historias, cuenta una
primera historia que es diáfana para un lector universal, para el
cual la clave para su comprensión reside en lo fantástico entendido
como siniestro, algo que ya conoce habiendo leído al Kafka de La
metamorfosis;
la segunda historia está reservada
para argentinos,
el lector que tiene, naturalmente, las claves para desovillarla,
porque es quien posee el «diccionario» con el cual «colaborar»
con el texto de Lipcovich, construir los significados de la segunda
historia. En este sentido, «Unas polillas» podría analizarse como
una «obra cerrada» con un «Lector Modelo» ubicado en unas
coordenadas socioespaciales inequívocas (Eco, 1993). Hayden (1992:
63) afirma que:
«(…) en la medida en que la narrativa histórica dota a conjuntos de acontecimientos reales del tipo de significados que por lo demás sólo se halla en el mito y la literatura, está justificado considerarla como un producto de allegoresis.»
El cuento de Lipcovich
se presta a construir, pues, una lectura alegórica, habida cuenta de
que la trama despierta ineludibles resonancias en la memoria de la
historia reciente que puede tener un lector argentino o familiarizado
con su historia. Y no parece casual que el cuento que inmediatamente
le sigue, «Clase magistral» (Lipcovich: 53-60), construye también,
desde lo fantástico y siniestro, una alegoría acerca de la
«banalidad del mal» (Arendt, 200), con sus ejecutores burocráticos,
sin pensamiento, sus víctimas inermes, entregadas agonizantes al
síndrome de Estocolmo.
El Teniente General (destituido) Jorge Rafael Videla
estuvo al frente de la etapa más sangrienta de la dictadura, donde
se acometen las mayores y más numerosas violaciones a los DDHH, y el
mayor número de asesinatos (en 1978, apenas dos años después del golpe, el mismo estado argentino reconocía ya la eliminación de 22000 personas). Sin embargo, Videla tenía una virtud
que lo destacaba entre sus camaradas: su depurado uso de la lengua,
que lo hacía capaz de enfrentar conferencias de prensa y desgranar
largas respuestas, más que correctas tanto a nivel gramatical y
conceptual, incluso estilístico. Una muestra de la belleza siniestra
que Videla dominaba con soltura en su discurso es su definición de
la figura del «desaparecido». Así respondía, en la recordada conferencia de prensa de 1979, a un periodista que
le consultaba acerca de qué medidas adoptaba o pretendía adoptar el
Gobierno para resolver el problema:
«(…) frente al desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita el desaparecido. Si el hombre apareciera, bueno, tendrá un tratamiento X. Y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido (…). Frente a lo cual no podemos hacer nada (…)».
Las palabras de Videla son un elemento vivo del relato
acerca de la dictadura. Todavía sirven para titulares de artículos
periodísticos tanto del país como del exterior. «Ni vivo, ni
muerto» es el título de una película estrenada en 2002, ambientada
en los años de plomo.
Pero el bestiario de citas estremecedoras de la
dictadura no sólo se ha nutrido de declaraciones cuyo autor es
conocido. También han trascendido otras, las más de las veces
bastante cortas, de las cuales no hay constancia de la fuente.
Normalmente funcionaban como frases hechas, como latiguillos que debían
servir para desaparecer el pensamiento crítico: «algo habrá hecho».
El asesinato o la desaparición, incluso de personas concretas de
quienes se sabía nombre y apellido estaba justificado porque,
sencillamente, «algo habrán hecho».
Diego es, pues, anulado, quitado de la vida por un
«castigo» a una falta que nunca se explicita. Ha desaparecido y la
vida sigue. Su familia continúa la existencia. Porque Diego «no
tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido».
Oficialmente, después de un apaño legal en el que se ha contado con
la complicidad de la policía, Diego ha muerto en el río, que ha
tragado su cadáver, en paralelo con una de las prácticas habituales
de desaparición de cuerpos de la dictadura, los «vuelos de la
muerte», cuando arrojaban vivos y drogados a los secuestrados desde
aviones que sobrevolaban el Río de la Plata.
El «castigo» es absoluto e implacable. Diego es
castigado por propios y extraños. Diego mismo «comprende que ya ha
sido castigado» al llegar a casa en el primer párrafo. Bastan unas
pocas palabras dichas al oído, en las últimas líneas, para que una
extraña se sume al «castigo». El lector, a quien nunca le informan
por qué ha sido castigado Diego, debe rendirse a la evidencia de que
algo habrá hecho
Diego. Y algo gravísimo, habida cuenta del castigo inconmensurable.
Y por eso está condenado a no estar ni muerto ni vivo, a deambular.
Frente a lo cual no puede hacer nada…
Bibliografía:
- Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen, 2000.
- Eco, Humberto. Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo. Barcelona: Lumen, 1993.
- Lipcovich, Pedro. Unas polillas. Buenos Aires: el cuenco de plata, 2009.
- Piglia, Ricardo. Tesis sobre el cuento. En: Fernando Brugos (ed). Los escritores y la creación en Hispanoamérica (pp. 547/550). Madrid: Castalia, 2004.
- White, Hayden. El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica. Barcelona: Paidós, 1992.
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