1 Introducción
[El papel del intelectual]
es molestar, es meter el
dedo;
meter dos, para tener
una segunda opinión.
(José Pablo Feinmann)
Héctor Lastra (Buenos
Aires, 1943 - 2006) es autor de una serie de cuentos y de dos
novelas1
en los que
centra su atención en las relaciones de poder entre clases y
géneros, entre las fuerzas y
poderes políticos
antagónicos de la
Argentina, atendiendo siempre a la denuncia de
la hipocresía y violencia que sustentan estas posiciones y pugnas.
Durante
la
década
de 1960 la
narrativa breve
gozaba
en la Argentina del enorme favor del público (Shua, 2004: 4962),
y
el
arranque literario
del escritor es
fulgurante:
el
primer volumen que
publica,
Cuentos
de mármol y hollín
(Buenos
Aires, Falbo, 19653)
agota
rápidamente
sus primeras
ediciones (Mastrángelo, 1975: 149);
al
tiempo aparece
su segundo libro
de cuentos, De
tierra y escapularios
(Buenos
Aires, Galerna, 19694).
Fruto
de este gran comienzo es que un
cuento suyo,
«En
la recova», es adaptado
al cine
junto
a «Un
kilo de oro»
de Rodolfo Walsh,
«Falta
una hora para la sesión»
de Pedro Orgambide
y «El
olvido»
de Mario Benedetti,
en la película de 1974 en blanco y negro Dale
nomás,
del
director
Osías Wilenski (Lorenzo
Alcalá, 1986: 71).
Después vino De tierra y escapularios. |
El paratexto que
acompaña las ediciones de sus cuentos y novelas deja constancia
de artículos periodísticos del país y el extranjero que reseñan
laudatoriamente sus obras5:
en
la contratapa de la cuarta6
edición de Cuentos de
mármol y hollín
aparecen extractos de reseñas de los principales periódicos de
Buenos Aires y La
Plata, además de
uno venezolano.
Esta recepción
crítica y de ventas
favorables para con su
obra cuentística llega a su
punto culminante con la publicación y prohibiciones de su primera
novela, La boca de la
Ballena7
(Buenos
Aires, Corregidor, 19738).
De ésta
hubo,
antes y después de la dictadura, distintas ediciones;
antes y durante, distintas medidas de censura: agotadas
las
ediciones de
1973 (López
Casanova, 2000: 204), recibe
en junio de 1974
el tercer premio de la misma
municipalidad de Buenos Aires que
había decidido
prohibirla
y secuestrarla, junto a
otras obras9,
en enero de ese mismo año
(Avellaneda, 1986b:
40). Los operativos
policiales de búsqueda y captura no sólo se ceban en los
ejemplares, sino también en los libreros que los venden, quienes son
llevados a dependencias policiales donde son alojados, durante
más de cuarenta y ocho horas (Avellaneda, 1986b:
40), «en calabozos
originalmente reservados para prostitutas» (Müller, 2009: 16910).
Después de un breve lapso
de recesión de la censura que pesaba sobre ella y
que permitió lanzar al mercado una nueva edición (Avellaneda,
1986b:
40), el Proceso11
vuelve a prohibirla (Manzano, Quevedo y Vargas, 2012: 46).
Aquí están casi todos los cuentos de Lastra en sus versiones prácticamente definitivas. |
La versión
prácticamente definitiva de su obra breve aparece en el volumen
Cuentos
(Buenos Aires, Corregidor, 197512)
en el que publica,
con modificaciones, casi todos los relatos13
de sus
dos libros previos, además
de añadir otros que habían sido publicados en periódicos14.
Algunos de sus cuentos también son publicados en antologías15.
Si
al comienzo
de su carrera el
autor opta
por publicar trabajos que gozan de un mercado
más que favorable para su recepción, la
última novela, Fredi16
(Buenos Aires, Sudamericana, 199617),
una
obra de fuerte impronta realista y que se sumerge en el
pasado cercano, se edita
en un contexto en el que la crítica académica y el
periodismo cultural
no podían
ser más adversos
hacia estas manifestaciones (Drucaroff, 2011: 57-67).
Su última
creación,
pues, a
pesar de haber sido publicada en una de las más poderosas e
influyentes editoriales argentinas, Sudamericana, es
acogida
casi con
monolítica
indiferencia, y
pronto
pasa
a formar
pilas
en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes18.
De
todos modos, y a
pesar del escaso interés que suscita,
Fredi
obtiene en 2001 el segundo premio municipal. La reseña
del acto de entrega que hace un
diario para el que trabaja,
Clarín
(12
de abril de 2001) le
otorga el raro
privilegio
de ser el único autor de la velada veladamente
criticado desde sus páginas
(negritas en el original):
Ana María Shua ganó el primer premio de novela por su obra La muerte como efecto secundario, y Héctor Lastra obtuvo el segundo por Fredi. Hubo diferencias. Mientras Shua recibió el aplauso de su propia «hinchada», Lastra debió conformarse con tibias palmadas.
Algunos cuentos aparecieron en antologías. |
Apenas sí hay diferencias con las versiones de Cuentos. |
La carrera del escritor sufre, pues, importantes
altibajos, desde las notas halagüeñas en los periódicos y las
múltiples reediciones hasta la prohibición, los ataques desde los
medios adictos a la dictadura y el consiguiente paso por el llamado
«exilio interior» (Cymerman, 1993: 525) —un estado que Avellaneda
(1986a: 10) define como de «[condena] al silencio o al
tartamudeo expresivo [para] quienes se quedaron o no pudieron irse»—
y, finalmente, la indiferencia.
Intelectual comprometido con el presente, integra
durante años la mesa directiva de la Asamblea Permanente por los
Derechos Humanos y, durante el gobierno de facto, firma petitorios
por la aparición de desaparecidos (Blaustein y Zubieta, 2006: 438).
A pesar del casi omnipresente contexto adverso —más precisamente
contra éste— son varias las declaraciones públicas del escritor
contra la censura o teorizando sobre sus alcances. En entrevista de
1986 (Avellaneda, 1986b: 42), afirma que «desde 1974
aproximadamente los escritores argentinos no hemos dejado de hablar
de la censura» y, especificando los alcances de la misma:
[…] La autocensura no existe. Lo que existe es la censura. Hablar de autocensura es una manera de ser reaccionario, porque se está atacando al individuo que puede llegar a tener flaquezas. ¿Por qué no tenerlas? Lo que hay que atacar de lleno es el mecanismo que engendra la autocensura y que por sobre todas las cosas engendra eso que llamamos intimidación y miedo […] (42-43).
Héctor Lastra, quien no abandona el país durante la
dictadura (Amarouch, 2001: 257), acumula declaraciones sobre este
tema incluso en los años de terrorismo de estado tanto del Proceso
como del último gobierno peronista anterior a éste. Así pues, en
enero de 1976, a meses del golpe y durante los duros coletazos
finales del gobierno de Isabelita, declara en una entrevista (citado
por Avellaneda, 1986a: 133; nota entre corchetes en el
original):
La censura en nuestro país no recae sobre los problemas del sexo sino sobre obras que cuestionen con mayor o menor hondura los sistemas de vida y poder, las fuerzas armadas, el clero y —especialmente en estos momentos— cuando se trate de una obra como lo era la mía [La boca de la ballena, prohibida en enero de 1974], profundamente antirreaccionaria y antigubernamental.
Antes de la llegada de la democracia, en 1981, realiza
estas declaraciones en una entrevista para el suplemento «Cultura y
Nación» del periódico Clarín (citado por Avellaneda,
1986a: 213; nota entre corchetes del original):
[La censura] que azota nuestro país debe de ser una de las más duras y nocivas. Fundamentalmente porque es aplicada sin el más mínimo disimulo, con alarde y soberbia, y con la intención de que se la perciba y sienta a primera vista. Es la típica censura que actúa a manera de castigo, y, claro está, a manera de intimidación […].
En la misma
entrevista alude a la nota que la revista Somos
publica en junio de 1978, año del mundial de fútbol en
el país, que bajo el título
«¿Por qué no se lee a estos escritores?» se presenta la tesis sin
antítesis posible de que los escritores a los que se entrevistaba en
la misma no eran leídos porque,
básicamente, se habían
alejado de la tradicción
literaria argentina y se
habían ensimismado. Es el
mismo Avellaneda quien da las claves para evaluar el alcance, la
eficacia censora que podían tener este tipo de comunicaciones, lo
que llama el «discurso de apoyo» a partir de 1960:
Por fuera del discurso oficial de censura hay otro discurso que lo acompaña subrayando y ampliando significados o completando a veces lo que la lengua oficial omite. […] en los considerandos de algunos decretos se fundamenta la prohibición en una coincidencia evaluativa con «críticas periodísticas» que han denunciado la inmoralidad del producto cultural cuestionado (5/8/6720). De hecho, el lenguaje de algunas críticas coincide sugestivamente con el sentido de prohibiciones efectuadas inmediatamente después de publicadas aquellas […] (1986a: 32-34).
Cuando Avellaneda
(1986b:
42) le pregunta de qué manera «la prohibición afectó a su tarea
de escritor», éste explicita que, a pesar de meditar abundantemente
en el tema, no tiene una respuesta, y constata que, influenciado o no
por la censura, la misma marcó un parate en una producción
literaria que, hasta ese momento, avanzaba a un ritmo de un libro
publicado cada cuatro años. En
entrevista posterior (Ingberg, 1996) el escritor comenta acerca de la
paradoja que representaba que la prohibición de La
boca de la ballena
hubiera hecho
aumentar
las ventas de la novela una vez levantada la censura pero, al mismo
tiempo, imposibilitado la reedición de sus cuentos por el miedo de
los editores a que los ejemplares fueran secuestrados.
Como miembro de la SADE está al frente muchos años del
taller literario de cuentos de la asociación, además de formar
parte del jurado de premios literarios de la misma. Durante años
publica reseñas en distintos suplementos culturales de los diarios
Clarín y La Nación de Buenos Aires, inhallables en
una pesquisa en línea21.
Fallece solo
en su departamento de Buenos Aires, en 2006,
víctima de un edema pulmonar. Sus restos fueron trasladados desde su
departamento de Retiro, donde fue encontrado
por familiares y amigos, hasta el cementerio de La Recoleta (Muleiro,
2006; «Murió el periodista y escritor Héctor Lastra», La Nación,
2006).
2
Historia y sociedad en
La boca de la
ballena (1973) y
Fredi
(1996)
¡A vos te la
contaron!
¡Yo la viví!
¡Vos no la viviste!
¡No aprendiste nada!
(argumentario
argentino)
Tanto en la Argentina como en el resto de Latinoamérica,
en un proceso que comenzó «hacia fines de la década del setenta y
se continúa con creciente intensidad en las décadas siguientes»,
la novela histórica ha ido adquiriendo notoriedad hasta «imponerse
como uno de los modos dominantes de la narrativa que se proyecta
sobre el fin de siglo […]», siendo sus características más
reseñables:
[La] lectura crítica y desmitificadora que se traduce en una reescritura del pasado encarada de diverso modo: se problematiza la posibilidad de conocerlo y reconstruirlo, o se retoma el pasado histórico, documentado, sancionado y conocido, desde una perspectiva diferente, poniendo en descubierto mistificaciones y mentiras o, en un movimiento casi opuesto, se escribe para recuperar los silencios, el lado oculto de la historia, el secreto que ella calla (Pons: 2000: 97).
La boca de la ballena, publicada en 1973, dejando
de lado unas pocas prolepsis, cuenta una historia que transcurre
veinte años antes, a mediados de los ‘50. Fredi, publicada
en 199622,
se desarrolla en un marco temporal que abarca desde 1961 hasta 197423.
En ambas obras el autor presenta un texto fuertemente desmitificador:
en La boca de la ballena la despiadada desvergüenza de la
oligarquía argentina es presentada como estructural, ya desde sus
gestos fundadores24:
el abuelo del protagonista es un prócer que dirigió la
Conquista del Desierto, y cuando se escucha su voz, mediatizada por
un personaje que lo recuerda, expone en toda crudeza su pensamiento:
«[…] para que en este país los obreros no se descarrilen, hay que
apretarles la rienda sin asco, como a las putas» (9725).
En Fredi el gesto desmitificador es acaso más arriesgado,
porque la trama entabla inevitablemente un diálogo con la «teoría
de los dos demonios», es decir, la tesis por la cual los defensores
de la dictadura pretenden homologar el terrorismo de estado al
accionar armado de las organizaciones revolucionarias de los ‘70, y
que tiene en las primeras líneas del prólogo del Nunca Más
(Conadep, 1985: 7) una de sus más conspicuas expresiones (negritas
mías):
Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda […]. A los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido […].
Esta edición fue publicada, ya, en democracia. |
Si es que los «dos demonios» están representados en
Fredi, el de extrema izquierda estaría simbolizado por Beto,
un personaje que «se [avivó] ya de [grandecito]» acerca de «que
las cosas [son] una cagada», y que su indignación es tan grande que
«es capaz de hablar una hora seguida sin escuchar a nadie y sin
importarle quién esté adelante», porque «tiene un embale que a
veces se le vuelve en contra» (148), según palabras de un personaje
que conversa con Fredi acerca de este amigo en común26.
Más adelante, en una furibunda discusión entre Fredi y Beto, el
último espeta al protagonista: «[…] ¿o pensás que nos vamos a
dejar seguir patiando [sic] y esplotando [sic] por éstos hasta que
espichemos? […]. Pronto va a haber que animarse a meter plomo a más
de un hijo de puta […]» (193-194). El «demonio» de extrema
derecha tendría su máximo exponente en Lumbrano, un cuadro con
autoridad dentro de una organización de represión ilegal,
presumiblemente la Triple A.
Fredi, al final de la novela, se ve inmerso en una «peligrosa madriguera en la cual se ha metido en busca de dinero fácil» (Cruz, 1997: 11427), es decir, de la mano de un personaje siniestro, Masanti, se incorpora como cuadro menor en la organización de ultraderecha, participando en pintadas falsamente firmadas por Montoneros con el objetivo de desprestigiarlos, y en actos de violencia en las que rapan a los hombres y destrozan la ropa a las mujeres. Fredi, que ya ha tomado recaudos para asegurarse de que ninguno de los matones con los que está tratando sepa por qué zona vive, acaba de decidirse a abandonar la organización parapolicial después de una larguísima conversación en la que Lumbrano lo lleva a visitar con su coche de alta cilindrada un centro clandestino de detención y un prostíbulo, y le relata gozoso el episodio de la violación, a manos de Manguera Román y delante de su marido y compañeros de militancia, de una erpia (militante del Ejército Revolucionario del Pueblo) embarazada de casi ocho meses. Después de asegurarle que ascendiendo en la organización iba a ganar grandes cantidades de dinero, le pregunta retóricamente: «Che… ¿Te imaginás…, sabés lo que va a ser cuando a vos te toque una así?» (434). Explicitando los planes de su grupo, se exalta:
Fredi, al final de la novela, se ve inmerso en una «peligrosa madriguera en la cual se ha metido en busca de dinero fácil» (Cruz, 1997: 11427), es decir, de la mano de un personaje siniestro, Masanti, se incorpora como cuadro menor en la organización de ultraderecha, participando en pintadas falsamente firmadas por Montoneros con el objetivo de desprestigiarlos, y en actos de violencia en las que rapan a los hombres y destrozan la ropa a las mujeres. Fredi, que ya ha tomado recaudos para asegurarse de que ninguno de los matones con los que está tratando sepa por qué zona vive, acaba de decidirse a abandonar la organización parapolicial después de una larguísima conversación en la que Lumbrano lo lleva a visitar con su coche de alta cilindrada un centro clandestino de detención y un prostíbulo, y le relata gozoso el episodio de la violación, a manos de Manguera Román y delante de su marido y compañeros de militancia, de una erpia (militante del Ejército Revolucionario del Pueblo) embarazada de casi ocho meses. Después de asegurarle que ascendiendo en la organización iba a ganar grandes cantidades de dinero, le pregunta retóricamente: «Che… ¿Te imaginás…, sabés lo que va a ser cuando a vos te toque una así?» (434). Explicitando los planes de su grupo, se exalta:
—Se les acabó la patria socialista, se les terminó el desconche. Que se preparen.
[…]
—Mucho auto a Cuba, mucho ateo, mucho puto. Se hicieron el picnic. Basta.
[…]
—Hasta algunas sotanas van a caer.
[…]
—Se les acabó. Se les encajonó la calle. Y para el pendejerío, los forritos útiles, no va a alcanzar el kerosene.
[…]
—Y agregá a los amigos, macho, y a los amigos de los amigos también (411).
Vale la pena leerla. Entre otras cosas, porque vas a discutir (mucho) con el autor. Y poco importará tu cercanía o lejanía ideológica con él. |
Frente al edificio de una asociación de psicólogos, la
explicitación definitiva del genocidio planeado («Porque nosotros…
nosotros no somos improvisados, patriota…» [432]): «Ni uno…
[…], ni uno tiene que quedar» (437).
Como se ve, la oposición entre Beto y Lumbrano cumple
con la función que Eco (1985: 81) asigna a la novela histórica,
que:
No sólo debe localizar en el pasado las causas de lo que sucedió después, sino también delinear el proceso por el que esas causas se encaminaron lentamente hacia la producción de sus efectos.
El diálogo que plantean Beto, como el «demonio» de
extrema izquierda y Lumbrano como el «demonio» de extrema derecha,
con la «teoría de los dos demonios», está lejos de cerrar el
círculo de significaciones confirmando que, sencillamente, el
terrorismo de las Fuerzas Armadas fue una respuesta a un terrorismo
anterior de extrema izquierda. Cuando Beto habla, mostrándose como
el personaje atolondrado, nada inteligente, lleno de ira e
infinitamente irrealista que es, es una dictadura la que rige en la
Argentina. ¿Cómo podría el «demonio» de extrema izquierda haber
iniciado nada, si el orden democrático ha sido dinamitado por la
extrema derecha?. Y Lumbrano no es simplemente el que responderá con
su propia violencia a la violencia de los otros. Lumbrano es
consciente de lo que hace, tiene un plan, piensa enriquecerse en el interín, y proyecta llevar a cabo un genocidio que cambie
para siempre la fisonomía del país. Mientras que a los psicólogos
los matará a todos, el modelo de hombre ideal de la Argentina es,
para él, el propio Fredi: «No saber leer ni escribir, a veces es un
honor. No lo dudés […]. Sabés qué país sería éste si hubieran
circulado menos libros, menos revistas y menos diaruchos. Pero sabés
qué país» (385).
En las novelas el avance de la historia se muestra
ineludible, innegociable para los personajes, ya que los conflictos
sociales, incluso aunque éstos los ignoren —deliberadamente o no—,
condicionan su devenir vital y los transforman.
Steimberg de Kaplan (1991: 617) lo identifica en el grupo de escritores de los ‘70 que «toma como punto de partida el contexto histórico social para organizar el discurso de ficción». Amarouch (2001: 253), haciéndose eco de trabajos críticos anteriores, lo incorpora al grupo de escritores que «parte del contexto histórico-social para organizar su discurso de ficción», calificándolo de neorrealista. Naula Espinosa (2011: 38) lo sitúa entre los escritores que realizan «crítica social» utilizando «recursos realistas».
Steimberg de Kaplan (1991: 617) lo identifica en el grupo de escritores de los ‘70 que «toma como punto de partida el contexto histórico social para organizar el discurso de ficción». Amarouch (2001: 253), haciéndose eco de trabajos críticos anteriores, lo incorpora al grupo de escritores que «parte del contexto histórico-social para organizar su discurso de ficción», calificándolo de neorrealista. Naula Espinosa (2011: 38) lo sitúa entre los escritores que realizan «crítica social» utilizando «recursos realistas».
En sus cuentos y sus dos novelas —sobre todo en los primeros— el escritor fuerza los límites convencionales del realismo, que por otra parte son en sí mismos difusos28, pero casi nunca cruza la frontera a partir de la cual dejan de tenerse «recuerdos comunes y […] percepciones comunes» entre el lector y el autor, es decir, la compartición «[del] mundo tal como cada uno de los interlocutores sabe que se le manifiesta al otro» (Sartre, 2003: 108).
La
construcción de un «lector
implícito»
realista (Avellaneda, 2004: 172-175) se lleva a cabo a partir del
cuidadoso registro en el que redacta los parlamentos de sus
personajes, siempre atento a que se correspondan con su nivel de
instrucción o posición social29,
en las relaciones de poder y dominación que se construyen entre
éstos, en las referencias espaciales de campo o de ciudad precisas…
Villanueva (171) explica el concepto de «realema», de Itamar Even-Zohar, como: […] el conjunto de elementos, tanto de forma como de contenido, susceptibles de ser clasificados en repertorios específicos de cada cultura, que efectivamente producen realismo literario […]. Estos realemas son constantes en la obra de Lastra, y funcionan en las novelas revelando el mundo a los lectores en el sentido que le daba Sartre (2003: 68-69) a tal actuación, es decir, en el sentido de que:
Toda cosa que se nombra ya no es completamente la misma […]. Si se nombra la conducta de un individuo, esta conducta queda de manifiesto ante él; este individuo se sabe visto al mismo tiempo que se ve […]. O bien insistirá en su conducta por obstinación y con conocimiento de causa o bien la abandonará […]. No es posible revelar sin proponerse el cambio.
En
La
boca de la ballena
los realemas relacionados con los acontecimientos históricos
contemporáneos a la trama, fundamentalmente
los numerosos actos de violencia política que precedieron al triunfo
de la «Revolución libertadora», siempre tienen a un personaje que
se retrata a partir de su interactuación con éstos.
Cuando
los personajes de la casa del protagonista se enteran de que la Plaza
de Mayo acaba de ser bombardeada, la reacción de las familiares y
amistades de éste se lamentan de que «el intento de revolución
había fracasado […]. Por consiguiente, también continuaban en
ellas el miedo, el desprecio, la impotencia» (116). En la página
siguiente, sin embargo, la madre y la tía del protagonista le
informan que han demorado días hasta decidirse a contarle que «los
peronistas quemaron las iglesias» (117). Antes,
el oscuro episodio de la quema de la bandera, sucedido después de
una procesión del Corpus y nunca del todo aclarado —peronistas y
antiperonistas se echaban las culpas del hecho, y
todos a comunistas, anarquistas o
masones—,
junto
con
las repercusiones políticas del ultraje, habían
despertado la mayor de las indignaciones en la madre: «¡No puede
ser! ¡Esto es demasiado […] Estoy segura de que a todo este
chusmaje le queda poco tiempo» (115). Cuando
triunfa el golpe la alegría de la madre es desbordante: «¡triunfamos
—clamaba—. Esta vez es cierto, ¿te das cuenta? ¡Triunfamos!»
(228). Esta
alegría no es empañada ni
siquiera cuando
se enteran, a través de un chofer que los conduce de vuelta a San
Isidro después de haber participado en la manifestación saludando
la victoria antiperonista, que el bajo
ha
sido arrasado por un incendio. Antes bien, y frente a la insistencia
irónica «con tono burlón, casi despectivo» (262) del conductor en
llevarlos a disfrutar del espectáculo
de
los bomberos y ambulancias que van y vienen del bajo, la
madre, de
quien no se aclara si sabía o no ya del hecho —no así el cura con
el que la familia tiene relaciones y que participa activamente de la
sedición, quien sí sabe que el bajo ha sido incendiado y ni
siquiera lo comenta (263)—,
sólo muestra impiedad:
le
recuerda, ofendida y alzando la voz, que «nadie deseaba conocer su
opinión» (262). Plotnik
(2003: 155) señala que en La
boca de la ballena
hay una diferencia marcada entre «los opositores del peronismo
quienes personifican la representación teatral, entendida como
sinónimo de hipocresía» y «el pueblo peronista [que] es visto
como auténtico, transparente y espontáneo». Sin embargo, la novela
está lejos de ser maniquea en este sentido. Pedro, como la madre, es
peronista, pero también es un desclasado que mira por encima del
hombro a los villeros como él que están en una situación de mayor
precariedad: de
los pobladores últimos del bajo, los que sólo han podido construir
sus casillas en el terreno más inundable y que inevitablemente se
ven afectados por las crecidas, dice:
—Vas a ver —dijo Pedro al volver al rancho—, igual que el año pasado. Dentro de un rato todos esos negros se nos van a meter bajo las casas.
Por primera vez vi bien el color de su piel, la estrechez de sus sienes, el pronunciado contorno de sus labios casi morados.
—Vas a ver, todos juntos como chivos; hasta tienen el mismo olor (124-125).
El Chino Suárez, un amigo de Pedro, cuando cree que
está a punto de triunfar como cantor, «no [les] daba más pelota
[…]. Ni a los hermanos les daba piola» (178).
Quizás
sea fetón (130;
en
minúsculas en
el original)
o,
como lo nombra cuando el narrador no mediatiza su voz con algún
personaje, «el
muchacho» o
«el amigo de Pedro»,
el personaje del «pueblo peronista»30
más marcadamente grotesco, nulo receptor de los adjetivos
«auténtico, transparente y espontáneo». Quizás
está
aquejado por el síndrome de Tourette, el
narrador lo describe así:
[Tiene una] risa descarnada y amarillenta […], [está] lleno de tics, de muecas, de absurdos y sucios gestos […]. Con rara y singular vergüenza me vienen a la memoria algunas de sus frases: «Yo las cago a piñas, me rajo un pedo y después las meo… Y la chaucha se las hago ver de lejos, ¡cualquier día van a tener ese gusto! La reservo para mi tía, la pobre se juntó con uno que no sirve» (127).
Fetón
lleva a Pedro y al protagonista a pasear con él en una camionetita,
aprovechando que tiene que hacer un viaje a Buenos Aires. Cuando
llegan a destino, los trabajadores que los reciben no dejan de
burlarse y hacerle bromas pesadas, al
punto de embadurnarle el pelo con grasa (130). A este personaje le
toca interactuar con un realema tomado de la historia, ya que es él
quien muestra a sus pasajeros ocasionales «dos fotos resquebrajadas,
en las que se veía al presidente [Perón] y a una actriz italiana
[Gina Lollobrigida], totalmente desnuda» (129).
Efectivamente,
la foto se distribuyó por esa época, y en líneas generales era
como se la describe en la novela, y el que fetón interactúe con
ella, se
regodee enseñándola: «[…] vamos, digan algo, que estos porrones
no se ven todos los días» (129), hace que tal actuación política,
dentro de una campaña de desprestigio, se
connote, produzca un sentido. La foto no es simplemente la foto, o
la descripción de la foto o, ¿por qué no? es
una foto es una foto es una foto:
es
la foto con la cual se regodea un personaje infame, lo que rebaja a
los creadores de esa foto a la misma condición que su consumidor.
Sartre
(2003: 66-67) nos da una pista para leer significaciones:
[…] Las palabras no son, desde luego, objetos, sino designaciones de objetos. No se trata, por supuesto, de saber si agradan o desagradan en sí mismas, sino si indican correctamente cierta cosa del mundo o cierta noción.
Los
hechos históricos no son pues, mero decorado, sino que sirven al
escritor para retratar —y
opinar acerca de—
la sociedad. En
este sentido, se corresponden con lo que entiende Eco
(1985: 80)
por
novela histórica:
[…] En la novela histórica no es necesario que entren en escena personajes reconocibles desde el punto de vista de la enciclopedia […]. Lo que hacen los personajes sirven para comprender mejor la historia, lo que sucedió. Aunque los acontecimientos y los personajes sean inventados, nos dicen cosas sobre la Italia31 de la época que nunca se nos habían dicho con tanta claridad.
Este
pacto narrativo
narrativo rigurosamente
realista
con
el lector que
construye Lastra en sus novelas
se
desliza también
hacia
un
carácter simbólico y alegórico y,
de todos modos, la
decidida preferencia por el realismo no es óbice para que en algunos
de sus cuentos, especialmente
en
los más descaradamente burlones contra los estamentos de poder,
agudamente
en el caso de tratar a
la curia, el argumento adopte un marcado carácter esperpéntico o
que incursione,
aunque brevemente, en el género fantástico.
Fredi y el adolescente narrador en primera persona de La
boca de la ballena se encuentran ambos inmersos en
acontecimientos decisivos para la historia argentina, cuyo desenlace
es la caída de un gobierno peronista de marcado carácter
autoritario y la posterior instauración de una dictadura. No es este
detalle el único que comparten, ya que ambos, cada uno por una
situación personal bien diferente, se encuentran imposibilitados de
digerir incluso los sucesos más básicos, evidentes de la época en
la que viven.
El adolescente vive en un caserón que pertenece a una
familia patricia venida a menos. La madre ha sido empobrecida por un
hombre que la ha utilizado y abandonado, y vive consumida entre sus
interminables actividades religiosas y la conspiración
antiperonista. El adolescente, por tanto, pasa la mayor parte del
tiempo solo, vagando por los rincones abandonados del caserón o de
la villa miseria que se extiende después de sus muros. No va a la
escuela, nadie se interesa de su futuro. A pesar del compromiso
político de su entorno, y más precisamente contra éste, no conoce
casi qué es el peronismo. Sólo sabe que los antiperonistas son los
parientes y allegados que lo llenan de desazón, lo oprimen y anulan.
Por no saber, no sabe ni qué puede ser la marcha peronista ni quién
es Hugo del Carril, el afamado cantor de tango que la ha grabado.
Por su parte, las causas por las que Fredi desconoce
casi completamente los acontecimientos históricos que modifican su
relación con el mundo se explicitan por la división tripartita de
la novela, que se corresponden a períodos de libertad entre otros de
permanencia entre rejas. A cada salida, la sociedad se le presenta
indescifrable, los cambios son vertiginosos, las relaciones entre las
personas y los valores adoptan facetas irreconocibles según los
cuadros congelados en el tiempo que guarda Fredi en la memoria.
En su elección de los protagonistas anonadados por
acontecimientos que no comprenden, protagonistas que «no sabían
nada», Lastra se muestra dispuesto a escribir desde un lugar
sinuoso, inestable, en el que parece casi imposible no desbarrar. Sus
protagonistas «no sabían nada», pero la forma que «no sabían
nada» parece la única posible, la única que, quizás, no los
encuentra culpables de su propio desconocimiento. Drucaroff (2011) describe las convicciones y lugares comunes de los ‘70:
Como integrantes más niños de la generación de militancia, vivimos intensamente tanto el triunfalismo y la certeza de que la revolución estaba a la vuelta de la esquina32 como el miedo posterior; vimos desaparecer amigos o parientes, y si algunos de nuestra edad dijeron que «no sabían nada» de lo que estaba pasando (como tantos mayores que ellos), no fue porque estuvieran en la etapa de los juguetes y se los protegiera de ese atroz conocimiento, sino porque —igual que casi todo el resto adulto de la sociedad— cerraron los ojos (61).
[…]
El lugar común de que la sociedad ignoraba entonces lo que estaba pasando es insostenible. No podía ignorarlo. No querer averiguar la descripción o la dimensión precisa de cómo33 estaba ocurriendo no significaba no saber qué ocurría. Esto está demostrado en numerosos testimonios, documentos de época, análisis políticos, y sobre todo por esa dolorosa verdad de las ciencias sociales: ningún genocidio ocurre sin que la compacta mayoría esté de acuerdo con él (222).
El tratamiento del espacio en las novelas sufre un
cambio cualitativo en relación al que realiza en los cuentos. Este
cambio se produce, incluso, a pesar de que el escritor apela a muchas
de las obsesiones que ya había puesto en funcionamiento en su obra
breve. La casa semiderruida en la que pierde horas en soledad un
niño, que ya había utilizado en «El escorpión» (23-27) o en
«Humo» (50-52) (y, con variantes, en otro dos cuentos más), es uno
de los motivos centrales de La boca de la ballena.
Si en los cuentos la construcción de sentido con
respecto a la casona derruida se entrega prácticamente vacía al
lector34,
como una piedra basal a partir de la que el lector tiene gran
libertad para asignarle el sentido que le resulte más adecuado, en
La boca de la ballena la casa se construye casi
ineludiblemente como una metáfora de la clase social a la que
pertenece el protagonista y el protagonista mismo, que, como la misma
casa, con sus sótanos inundados en los que flotan las ratas y la
inmundicia, muestran al mundo una fachada apenas aparente,
tambaleante, que muestra la hilacha, pero que no es más que un
gigante con pies de barro: está(n) hundido(s) en la mierda.
Son las iglesias y el «bajo», la villa miseria en la
que el protagonista conoce a Pedro y su familia, los primeros
espacios en los que el escritor apuesta decididamente por
introducirlos a un tiempo histórico, es decir, espacios cambiantes
por la lucha de clases. La boca de la ballena relata la
primera caída de Perón; la historia tiene dos escenarios
delimitados y casi excluyentes de cualquier otro: la casona derruida
y el bajo. La casona es la metáfora de la clase social a la que
pertenece el narrador, está viniéndose abajo no por un
acontecimiento histórico sino por una tragedia personal: el padre
del protagonista es un cazafortunas que ha esquilmado a la madre de
éste y la ha abandonado. En cambio, el bajo es el espacio en el que
el escritor muestra el definitivo triunfo de la conspiración
antiperonista: de ser un conjunto abigarrado de casillas, un
hervidero de familias, queda reducido a cenizas gracias al éxito del
golpe, la ascensión al poder de la dictadura autodenominada
«Revolución Libertadora»35.
Antes, apenas un anticipo de la incorporación del espacio al devenir
histórico: la familia del narrador se entera, porque se lo han
contado, de que las iglesias han ardido en Buenos Aires.
En Fredi el espacio representado también es un
espacio histórico, es decir, modificado por la lucha de clases. No
es como en La boca de la ballena, en que la pugna entre grupos
sociales se traduce en la destrucción del espacio del otro, sino que
esta pugna se da por la dominación, la apropiación para su uso. Si
al principio de la novela las construcciones alegales de las clases
bajas van ocupando terrenos de la zona de Retiro, a medida que avanza
la historia el equilibrio de fuerzas se invierte, ya que el
asentamiento es reducido para después ser pasto de la especulación
inmobiliaria.
Las sucesivas entradas a la cárcel del protagonista lo
enfrentan con un espacio que siempre ha cambiado, en el que siempre
el devenir económico deja su marca en los negocios que abren, que
cierran o que languidecen, o que pueden anunciarse abiertamente en lo
que respecta a sus actividades, o bien deben invisibilizarse, como el
caso de los bares de coperas a los que la dictadura prohíbe
anunciarse con una luz roja en el frente.
El
escritor declara en una entrevista (Zanetti, 1982: 352) que no sabe
«o quizá no quiera saberlo» cuáles son «los temas constantes que
definen su obra». Sin embargo, la temática que interesa a Héctor
Lastra y
que señala una continuidad en su obra es, precisamente, la que él
sabe que lo pone bajo la lupa del accionar represivo del Estado, es
decir, la
que planta sus
textos
desde
un lugar «antirreaccionario», «antigubernamental» y que
cuestionan los «sistemas
de vida y poder, las fuerzas armadas, el clero»,
como
declaraba
en la
entrevista que
citaba
Avellaneda (1986a:
133). En
este sentido, Sartre
(2003: 120) señalaba que (bastardillas del original):
Si la sociedad se ve y, sobre todo, se ve vista, hay, por el hecho mismo, impugnación de los valores establecidos y del régimen: el escritor le presenta su imagen y la intimida para que acepte esta imagen o para que cambie. Y, de todas maneras, la sociedad cambia; pierde el equilibrio que le procuraba la ignorancia, vacila entre la vergüenza y el cinismo y practica la mala fe36; de este modo, el escritor proporciona a la sociedad una conciencia inquieta y, por ello, está en perpetuo antagonismo con las fuerzas conservadoras que mantienen el equilibrio que él procura romper.
No
en vano parece ser que el autor explica, en la pequeña
introducción al volumen Cuentos
(8-9),
publicado durante la etapa lúgubre del gobierno de Isabelita y dos
meses antes del más que anunciado golpe de Videla, que:
Cuento y novela (incluso en el género fantástico) significan para mí una manifestación de protesta. De nada vale hacerla cuando los opresores y sus séquitos están casi caídos. Claro, tal vez cuento y novela no sean lo anteriormente dicho. No importa. Me contento —y en forma— con darle aunque sea un montoncito de intenciones al lector.
Tanto La boca de la ballena como Fredi
pueden leerse como subversivas fábulas éticas. En ambas novelas las
acciones de los personajes están enmarcadas por acontecimientos
históricos a los que éstos pretenden ignorar pero que acaban
arrastrándolos en su caída.
En definitiva, la obra de Lastra cumple cabalmente la
observación de López Casanova (2000: 183): «Al leer los
textos de los 60-70 como una serie, aparece un elemento común: la
intención de irritar, de provocar37».
En este sentido, el escritor afirmaba en 1982 que (todo en redonda en
el orginal): […] una cualidad fundamental en un escritor de su
tiempo es el sentido de la inoportunidad. Ojo, aunque ésta esté
disimulada como en el Quijote (Zanetti: 352-353).
Las obsesiones del escritor, pues, se traslucen como un
todo coherente tanto en su obra cuentística como en la novelística.
1El escritor declara que ya a la edad de 19 años, con estudios comenzados en Letras y Cine, llevaba escritos tres volúmenes de cuentos y cinco novelas, material que le habría servido para la composición de su obra posterior, finalmente publicada (Zanetti, 1982: 350). También habría dejado inconclusa una última novela, proyectada en 100 páginas (¿una nouvelle?) que habría sido editada parcialmente por una revista universitaria en Buenos Aires. Su protagonista sería un detenido-desaparecido, presumiblemente durante la dictadura (Álvarez Castillo, 2008). Otra novela inédita, quizás la misma, es Humo infame, de la cual se publica al menos un fragmento (Fundación Dr. Roberto Noble, 1997: 148).
2Incluso
en los ‘90, a pesar del ínfimo interés que las editoriales
demostraban por el género, se publicaron volúmenes de cuentos que
fueron éxitos de venta (Drucaroff, 2011: 75).
3Manejo
la edición de 1968.
4De
este libro se publica una sola edición (WorldCat).
5Por mi circunstancia personal no me ha sido posible consultar directamente las fuentes que menciono en este punto.
6Según consta en la página 6, las ediciones anteriores fueron: 1.º, agosto de 1965; 2.º, octubre de 1965; 3.º, septiembre de 1966 (de ninguna se registra la tirada).
7La
novela transcurre durante los últimos meses del segundo gobierno de
Perón y finaliza casi simultáneamente con el triunfo de la
autodenominada «Revolución Libertadora». En la misma un narrador
en primera persona, ya adulto, cuenta su propia, compleja y
malograda historia de amor imposible con un muchacho casi marginal
algo mayor que él, Pedro. Mientras que el narrador vive en una casa
señorial pero semiderruida, Pedro malvive a pocos metros de éste,
en una casilla precaria en la zona indundable de San Isidro, el
bajo. El narrador es un ser solitario y traumatizado por la
aberrante educación que ha recibido, pertenece a una rama
empobrecida de una tradicional familia argentina y es descendientes
de un prócer de la Conquista del Desierto. A lo largo de sus
páginas la novela muestra la hipocresía y violencia que ejercen
todas las capas sociales, especialmente la del protagonista, que se
revela despiadada.
8Utilizo las ediciones de 1973 de Corregidor y de 1984 de Legasa. Ambas ediciones son idénticas textualmente, ya que la de Legasa se trata de una copia de algún ejemplar editado la década anterior por Corregidor, en la que se han reproducido idénticos los encabezados con la numeración de las páginas e, incluso, las erratas, que no han sido corregidas (he detectado en las páginas 128, 132, 158, 176, 223 y ¿242? de ambas ediciones).
9Junto
a La boca de la ballena son secuestradas, por tratarse de
«libros pornográficos», las novelas Territorios, de
Marcelo Pichón-Rivière, Sólo ángeles, de Enrique Medina y
The Buenos Aires Affair, de Manuel Puig. Según una autoridad
policial de la época es a partir de una denuncia de la Liga de
Madres de Familia de la Parroquia del Socorro que se activan los
procedimientos policiales (Avellaneda, 1986a: 114).
10Este incidente suele ser reproducido en los textos que tratan acerca de Héctor Lastra o de la actualidad cultural de esa época.
11La dictadura cívico-militar-eclesiástica autodenominada «Proceso de Reorganización Nacional», que gobernó sangrientamente la Argentina entre 1976 y 1983. Para las reminiscencias kafkianas de esta suerte de apócope del título pretencioso que se daban a sí mismos los dictadores véase Girona (1995: 28).
12Manejo
la edición de 1976.
13Utilizo indistintamente «cuento», «relato», «obra breve», etc., para evitar una constante repetición de palabras en algunas secciones. Soy consciente de que, según quién sea el teórico, puede entenderse que estos conceptos son equivalentes o no.
14El
escritor se explica en la introducción de Cuentos:
En varias oportunidades comenté ante amigos que los
dos libros aquí reunidos habían sido reescritos. No fui
exacto. Sólo taché los lugares comunes más visibles, los
infantilismos más espesos, las torpezas menos aceptables. En
definitiva, he revisado, he ajustado la cosa, aligerando algunas
frases, acrecentando otras. También suprimí dos trabajos.
15Con respecto a las antologías, he detectado los cuentos «Crónica» en Mastrángelo, Carlos (ed.) 25 cuentos argentinos magistrales. Buenos Aires, Plus Ultra, 1975; «Breico» en Pretel, Nelly (selección). Últimos relatos. Buenos Aires, Nemont Ediciones, ¿1976?; «En la recova» en Lorenzo Alcalá, May (selección y prólogo). Cuentos de la crisis. Buenos Aires, Celtia, 1986. En éstas el escritor realiza algunas revisiones, por lo que es en estas antologías donde se encuentra la versión definitiva de los cuentos que publica en ellas.
En la pequeña introducción al autor que figura en Últimos relatos, título del que poseo un ejemplar sin fechar, pero que presumiblemente fue editado en 1976 (en la introducción a un cuento de otro autor se afirma que «Actualmente, diciembre de 1976, […]» [163); mientras que, cuando se menciona 1977, la frase es en futuro: «En 1977 aparecerá otro libro de poemas […]» [141]) se dice del escritor que: «[…] su nombre figura en varias antologías junto al de los más reconocidos y prestigiosos escritores del país» (66). De estas antologías previas a 1976 no he podido hallar rastro alguno a pesar de haber consultado diversas bases de datos académicas y comerciales.
16El
marco temporal de esta novela abarca, explícitamente, desde marzo
de 1961, gobierno del radical Frondizi, hasta enero de 1974, a pocos
meses de la instauración del Proceso y con la represión
ilegal del último gobierno de Perón ya desatada. El protagonista,
Fredi, es un marginal que alterna esporádicos trabajos en la
hostelería con robos y hurtos, además de distintas entradas en
prisión de las que sale siempre desmejorado física y moralmente.
Como en La boca de la ballena, la novela ahonda en la
hipocresía y la violencia que caracterizan a las distintas capas
sociales de la Argentina. Después de un periplo vital en el que
Fredi acumula innumerables equivocaciones y actos deleznables, y
teniendo la oportunidad de incorporarse definitivamente a las filas
de la despiadada represión ultraderechista, decide apartarse,
revelándose así mejor que que ellos.
17De
esta novela sólo se realiza una edición (WorldCat).
18Al
momento de la redacción del presente trabajo, de acuerdo a lo que
me comunicó en un intercambio de correos electrónicos el crítico
y profesor universitario argentino Andrés Avellaneda, según su
experiencia personal se estaría gestando un nuevo interés hacia la
obra de Héctor Lastra que, de momento, no ha fructificado en nueva
investigación, pero que quizás se traducirá en la reedición de
La boca de la ballena por parte de una editorial de Buenos
Aires y, según la recepción de ésta, la de su obra completa.
19En
una entrevista el escritor declara que hasta cuatro editoriales
habían rechazado su manuscrito antes de que finalmente Corregidor
se decidiera a publicarlo. Con respecto a las causas, Héctor Lastra
señala que le comunicaron que:
La novela tenía varios índices que impedían su publicación: era
anticlerical; atacaba demasiado a las fuerzas armadas en su
totalidad; le faltaba el respeto a figuras históricas y de la
iglesia católica. Y lo más importante: en la novela, el personaje
central (y además narrador en primera persona) en ningún momento
se daba cuenta de su homosexualidad […]. Lo grave […] era que la
homosexualidad no sólo no era culposa sino que a la vez no era
desencadenante de lo dramático (Avellaneda, 1986b: 39).
20El
trabajo de Avellaneda en algunos casos no ofrece una referencia de
qué fuentes sustentas algunas de sus afirmaciones. Según el
contexto de la frase puede entenderse que se está citando un
documento legal, una publicación periodística, etc., pero muchas
veces la información objetiva que puede leerse, como en este caso,
no es más que la fecha de edición del documento. Habida cuenta de
lo riesgoso que era por los años de la dictadura la conservación
de documentos siquiera sospechosos de subversivos, se puede inferir
que tales incertidumbres se deban a la dificultad que hubo, en el
momento de su confección, para hacerse con un archivo semejante.
21Estos
dos periódicos, con los que contacté repetidas veces a través de
correo electrónico, nunca han demostrado el más mínimo interés
por facilitarme este tipo de material. De hecho, a pesar de usar mi
cuenta de correo de la Universitat de València y explicar los
motivos del contacto, ni siquiera me han respondido.
22Es
un texto el cual había empezado a escribir, según declara en una
entrevista con Andrés Avellaneda, «hacia 1980» (1986b: 42)
o «en el ‘75», según responde a Pablo Ingberg (1996). En la
introducción sin firma al autor de Últimos relatos,
antología que cabe recordar que es presumiblemente de 1976, se
menciona que «En la actualidad trabaja en una novela a la que
titulará FREDI» (66). En la entrevista de 1982 (Zanetti,
353) ya la menciona: «[…] sigo trabajando en una novela que se
titulará Fredi». Finalmente es publicada en 1996 en una
edición de 3000 ejemplares, según datos del colofón (468).
Si bien el escritor declaraba a Avellaneda
(1986b: 42) que Fredi sería «una novela de extensión
semejante a La boca de la ballena», lo cierto es que es por
lejos su libro más extenso.
23La
novela está dividida en tres grandes secciones en las que se señala
explícitamente el marco temporal de cada una de ellas (Cruz, 1997:
114):
- «De marzo a noviembre de 1961» (presidencia de Arturo Frondizi). En este período Frondizi recibe al Che en la finca de Olivos, la residencia oficial del presidente. Esta entrevista ocasiona un planteamiento de los militares, los cuales se alzan con el poder poco tiempo después.
- «De julio de 1966 a julio de 1967» (dictadura de Onganía).
- «De mayo de 1973 a enero de 1974» (tres presidencias: acabada la dictadura de Lanusse, Cámpora; después Lastiri y finalmente Perón, en su último y represivo mandato, y poco más de un año antes de que asuma Isabelita).
24Uno
de los elementos con mayor carga simbólica para reforzar esta idea
es sin duda el sótano inundado. En un descenso a este espacio el
narrador cuenta así su experiencia:
Me tomé de la baranda y bajé cinco o seis escalones, no más. Los
necesarios para descubrir que el agua llegaba a la mitad de los
zócalos, verdosa, meciéndose. Después el repentino ruido del
chapoteo, de cuerpos no localizables y ligeros escabulléndose entre
papeles y maderas; después vi una sola, una sola y obesa rata sobre
el mármol blanco de una de las mesitas, agazapada, lastimada en el
lomo sin pelo, husmeándome como a un intruso, mirándome con recelo
desde sus minúsculos ojos acerados (233).
Cuando el protagonista ya es
consciente de su absoluta derrota y entrega, poco antes de que
vuelva a su casa «ya resignado y dispuesto a morir» (268), que es
lo último que dice el narrador, el sótano aparece una vez más en
medio de sus alucinaciones o ilusiones desesperadas: «Vi el agua
descompuesta del sótano, la vi ascender espesísima, ganar los
escalones y arrasar las alfombras con sus grumos verdinegros»
(266).
Este ambiente (bastardillas del
original), «[el] ser oscuro de la casa, el ser que participa de los
poderes subterráneos […] [en el que] se mueven seres más lentos,
menos vivos, más misteriosos» (Bachelard, 1965: 49-50), es
analizado sintéticamente por Pons (2000: 203) en toda su carga
simbólica:
En esta «novela de educación» no podía faltar el descenso al
sótano, tópico del descenso al infierno, recorrido y punto de
llegada en los que el héroe accede al conocimiento. En La boca…
el narrador desciende a un sótano de su mansión en «los altos» y
se encuentra con «una obesa rata» «lastimada» que lo mira. Este
descenso es un anuncio y contrapartida del descenso heroico. Lo que
se encuentra conduce a la huida, aparece el deseo de no volver a ese
«sarcófago». Al escapar, el narrador ve la propia cara en el
espejo.
Fraschini (1990: 144), que
analiza los «lugares de acción» de la novela, hace extensible el
símbolo a toda la casa, sin detenerse en el sótano (bastardillas
del original):
La antigua casa de San isidro, que se deteriora como sus habitantes,
como la clase social a la que pertenecen, como el país que ellos
proyectaron desde la altura de su poder. Símbolo del cerrado mundo
de la aristocracia degradada, con adornos que se rompen y paredes
que se descascaran.
Dos visiones apocalípticas de esta casa se dan a través de otros
tantos incendios: el de los templos católicos (16 de junio de 1955)
[…] y el del bajo de San Isidro (23 de septiembre de 1955) […].
25El
nostalgioso personaje que cita al prócer ratifica el pensamiento de
éste: «[…] si no se frena pronto la cosa, toda esta negrada
insolente que ha invadido Buenos Aires, va a terminar queriendo
vivir igual o mejor que uno» (97).
El abuelo es clave en la
construcción de la identidad del protagonista. Es un personaje
fantasma: una pintura suya, representando la Conquista del Desierto,
se agusana en una de las paredes de la biblioteca. A pesar de que el
narrador sostiene que «ese hombre, mi abuelo, sólo era para mí
pintura y barniz cuarteados por el tiempo» (82). «sobre la estufa
a un costado de la biblioteca, la pared estaba atestada de fotos de
[su] abuelo […]. Igual que en el óleo de casa, […] tenía un
rictus de soberbia y suficiencia» (110). Son varias las escenas
donde distintos personajes afirman que el narrador es igual al
abuelo, hasta que finalmente, en la última comparación, el tío
Adolfo —un personaje que forma parte de la conspiración
antiperonista pero que en la trama no es defenestrado, ya que es
«digno, sin tendencias revanchistas. Advierte pronto la traición
interna del grupo “gorila”» (Fraschini, 1990: 143)— exclama
que «Este sí que no salió en nada al abuelo; es increíble lo que
se parece al padre», palabras de las cuales el narrador afirma que
estará «siempre agradecido» (254).
26Esta
conversación, y la siguiente que cito, se desarrollan durante la
sección «De julio de 1966 a julio de 1967», es decir, durante la
dictadura de Onganía, la autodenominada «Revolución Argentina».
27De
Lucía (1996) lo sintetiza de este modo: «En su último período de
libertad Fredi es un testigo involuntario de la acelerada atmósfera
política que lo termina involucrando de la peor manera».
28Según
Villanueva (2004: 171) «aun aceptando que el realismo no se
fundamenta necesariamente en propiedades formales determinadas»
esto no implica que no existan formas que «estimulan […] una
actualización realista del texto al que pertenecen». En este
sentido, «uno de los elementos fundamentales para la productividad
realista de un texto narrativo es la configuración dentro de él de
un “lector implícito” también realista» (173).
29De
hecho, como trataré en la sección de «Cuentos suprimidos», uno
de los motivos por los cuales el cuento «Todo… todo junto» no
forma parte de del volumen recopilatorio Cuentos puede ser el
poco creíble idiolecto que maneja su protagonista.
30No
se puede saber bien quiénes integran el «pueblo peronista», por
otra parte. A falta de señas mejores, se puede entender que son los
que no son oligarcas.
31Ejemplifica
a partir de la novela Los novios, de Alessandro Manzoni.
32Para
aportar mi memoria al trabajo, puedo añadir que mi padre, de forma
similar al padre de Martín en Martín (h), varias veces me
repitió esta idea de que entonces se creía que todo estaba a la
vuelta de la esquina, por llegar y que parecía inevitable, palabras
más o palabras menos que «la zurda iba a triunfar» en
Latinoamérica. Quizás algunos de los libros peligrosos que
enterraron bajo el jardín de una casa que no recuerdo aún sigan
bajo tierra, quizás descomponiendo, quizás todavía íntegros, en
todo caso envueltos en múltiples capas de plástico.
33Bastardillas
del original.
34La
casa derruida muchas veces no parece necesaria para la armazón de
la historia, y de hecho la sistemática inclusión de ésta parece
justificarse en su aportación a un clima compartido, a partir de
elementos comunes, entre los cuentos que integran el volumen.
35No
es maniqueo, de todos modos, el escritor: deja a las voces de los
personajes las conjeturas acerca de por qué se ha incendiado «el
rancherío».
36La
«mala fe» en el sentido sartreano, es decir, el intento de escapar
a la «angustia» que produce la conciencia de que somos libres y,
por tanto, responsables, pretendiendo no serlo (Stevenson, 1983:
121).
37Una
relación de publicaciones con estas características puede
consultarse en Seminario de Crítica Literaria Raúl Scalabrini
Ortiz, 1986.
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