Comencé
a leer Novecento con
la misma desconfianza que me producía Seta cuando
lo leí el año pasado. Hace unos meses intenté escuchar
una versión recitada que había encontrado en YouTube, pero no la acabé, no
me gustó.
Me
compré hace unos días un ejemplar pequeñito de Novecento,
y lo leí en un par de días. Al final me gustó, me pasó lo mismo
que con Seta.
No
es ninguna novedad que Baricco, como Isabel Allende o William
Faulkner, es de esos escritores que uno puede describir,
sencillamente, como que escriben como García Márquez. Sin entrar en
más análisis, apelando a sobreentendidos, que así la vida es más
buena y leve.
Yo
suelo apelar a un atajo y coartada que me estalvia tener que
explicarme y acabar haciendo el ridículo. Yo digo cosas como "si
te gusta Fulano, seguramente te va a gustar Zutan@". No es una
fórmula mágica, y desde luego que si te gusta García Márquez no
tiene por qué gustarte Baricco. Pero yo, como Sartre, sé lo que iba
a hacer y eso será lo que hice, he tomado una decisión.
Novecento es
un monólogo, es un tipo, trompetista en un barco, que cuenta la
historia del pianista, un tipo que nació en el barco y que jamás
pisó tierra. El narrador-actor apenas cuenta nada de sí mismo, su
atención está fagocitada por Danny
Boodman T.D. Lemon Novecento, el pianista nacido sobre el agua, el
pianista que sólo puede tocar el piano cuando tiene el océano bajo
el culo.
La versión
cinematográfica tranquiliza al espectador por la vía de la
comedia y la ligera infantilización de los personajes, pero llega un
punto en el que uno no puede menos que entreleer el amor a través de
la predilectada amistad no correspondida que el narrador expone trágicamente ante los
ojos del público. Como cuando uno leía, de muy joven, El
retrato de Dorian Gray,
y lo que se suponía era inaceptable, y ahí llegaba el autor para
ponerle a uno delante de la nariz a la bellísima Sibyl
Vane, para que uno pudiera respirar aliviado. En el caso que nos
ocupa, en la imagen de una mujer sin anillos en los dedos y con la
piel transparente. Una forma tan buena como cualquier otra de
introducir un triángulo amoroso, además.
Es claro que a Novecento hay que tirarle a Freud por la cabeza y ver qué sale del menjunje, porque los hitos están plantados por el autor ahí, visibles y perturbadores, embarrando la frontera.
El otro día me compré Senza sangue. Tengo bastantes ganas de leerlo.