domingo, 26 de noviembre de 2017

Alessandro Baricco: NOVECENTO. UN MONOLOGO

Me lo compré en una de las
librerías cercanas a la EOI.
Mi biblioteca, casi exclusivamente
monolingüe en castellano tiempo ha,
se mecha en bucles,
en oleadas,
de libritos primero en catalán,
ahora también en italiano.





Comencé a leer Novecento con la misma desconfianza que me producía Seta cuando lo leí el año pasado. Hace unos meses intenté escuchar una versión recitada que había encontrado en YouTube, pero no la acabé, no me gustó.

Me compré hace unos días un ejemplar pequeñito de Novecento, y lo leí en un par de días. Al final me gustó, me pasó lo mismo que con Seta.

No es ninguna novedad que Baricco, como Isabel Allende o William Faulkner, es de esos escritores que uno puede describir, sencillamente, como que escriben como García Márquez. Sin entrar en más análisis, apelando a sobreentendidos, que así la vida es más buena y leve.

Yo suelo apelar a un atajo y coartada que me estalvia tener que explicarme y acabar haciendo el ridículo. Yo digo cosas como "si te gusta Fulano, seguramente te va a gustar Zutan@". No es una fórmula mágica, y desde luego que si te gusta García Márquez no tiene por qué gustarte Baricco. Pero yo, como Sartre, sé lo que iba a hacer y eso será lo que hice, he tomado una decisión. 

Novecento es un monólogo, es un tipo, trompetista en un barco, que cuenta la historia del pianista, un tipo que nació en el barco y que jamás pisó tierra. El narrador-actor apenas cuenta nada de sí mismo, su atención está fagocitada por Danny Boodman T.D. Lemon Novecento, el pianista nacido sobre el agua, el pianista que sólo puede tocar el piano cuando tiene el océano bajo el culo.

La versión cinematográfica tranquiliza al espectador por la vía de la comedia y la ligera infantilización de los personajes, pero llega un punto en el que uno no puede menos que entreleer el amor a través de la predilectada amistad no correspondida que el narrador expone trágicamente ante los ojos del público. Como cuando uno leía, de muy joven, El retrato de Dorian Gray, y lo que se suponía era inaceptable, y ahí llegaba el autor para ponerle a uno delante de la nariz a la bellísima Sibyl Vane, para que uno pudiera respirar aliviado. En el caso que nos ocupa, en la imagen de una mujer sin anillos en los dedos y con la piel transparente. Una forma tan buena como cualquier otra de introducir un triángulo amoroso, además.

Es claro que a Novecento hay que tirarle a Freud por la cabeza y ver qué sale del menjunje, porque los hitos están plantados por el autor ahí, visibles y perturbadores, embarrando la frontera.

El otro día me compré Senza sangue. Tengo bastantes ganas de leerlo.

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